ALEMÁN PARA PRINCIPIANTES… VASCOS

El jurista y politólogo alemán Carl Schmitt planteó en términos crudos pero bastante acertados cual era, a su juicio, el origen del hecho político: la dialéctica “amigo-enemigo”.
Es cierto que Aristóteles había definido hace siglos al hombre como animal político por naturaleza pero después, en la práctica, la política era cosa de clanes aristocráticos, militares, eclesiásticos, etc. mientras la gente común vivía su vida al margen. La consideración de las masas como actores principales en la escena política es un fenómeno relativamente moderno que se explica, en general, a través de dos paradigmas: El liberal (cuyo reverso es el socialista) reconoce la existencia de conflictos de intereses entre las personas, conflictos que dependerán en último término, no de las personas en sí, sino de la posición que ocupen en los procesos económicos. Desde este punto de vista, los conflictos serán siempre dinámicos, resolubles (incluso empeorables) pero susceptibles de ser abordados desde diferentes estrategias, bien sean de confrontación, o de consenso. Mi adversario, mi competidor político, queda definido por unas determinadas circunstancias, modificadas éstas, el antiguo adversario puede ser ocasional aliado y viceversa. Nada en el paradigma político liberal es definitivo. Todo depende.

Este modelo explicativo, sin embargo, no es el único. El observador Carl Schmitt se aleja, como los liberales, de un sistema platónico preestablecido pero pone el acento en un aspecto distinto de los comportamientos colectivos: La configuración de un orden de identidades: (Yo, los míos, nosotros, el “amigo” y … los otros, el extranjero, el diferente, el “enemigo”). Disyuntiva en cuyo extremo no hay otra cosa que la propia distinción entre la vida y la muerte.

Interesa destacar que este enemigo schmittiano (hostis) no tiene nada que ver con el enemigo privado (ennemicus). No es el competidor liberal ni el vecino desagradable, es un enemigo del colectivo identitario contra el que, en principio, no tengo nada personal, excepto el hecho incuestionable de que, dado un ámbito político, un territorio, el poder es mío… o es de él. Se trata de una visión amarga y brutal de la supervivencia darwiniana. Que la pugna llegue a sus extremos (la guerra) o se estabilice en algún tipo de dominación intermedia dependerá únicamente de la correlación de fuerzas. Los conflictos liberales son transaccionables… los identitarios no pueden serlo.

Esta visión, oscura y desgarrada, no pasaría de ser una postura intelectual mas, discutible como todas, si no fuera por que, como ocurre con tanta frecuencia en el ámbito de las ciencias sociales, se pasa con facilidad de la observación de un fenómeno a la declaración de una ley inexorable y de ésta a la profecía autocumplible (si algo es así, siempre será así y puesto que lo va a ser… ¿para qué perder mas tiempo?… que lo sea cuanto antes). En efecto, nuestro jurista conoció la fuerza y se pasó con entusiasmo al servicio de su lado oscuro. En mayo de 1933 se inscribió en el partido nazi, en julio fue designado, por recomendación de Göering, miembro del Consejo de Estado de Prusia, en octubre catedrático de la Universidad de Berlín y en junio de 1934 dirige ya la asociación de juristas alemanes. Sus planteamientos son sencillos y, como gusta decir ahora a la derecha, “sin complejos”: Decisionismo frente a la blandenguería y los escrúpulos liberales y frente a los enemigos, soberanía interna y externa y no tanta dogmática jurídica. Dicho de otro modo: ¡Patria y coraje!… ¡Jo ta ke!

Sobre como terminó el experimento nazi no hay necesidad alguna de insistir.

Pero sobre lo que si cabe seguir hablando, aquí y ahora mas que nunca, es sobre el enorme riesgo (moral, en primer término) que implica construir el edificio de nuestro orden político con los ladrillos ponzoñosos de la identidad.

No podemos negar la existencia de las identidades colectivas como no podemos dejar de reconocer la de tantos fenómenos sociológicos, pero reconocer su existencia no implica ni mucho menos la obligación de emitir sobre los mismos un juicio moral positivo o una consideración política favorable.

El cultivo de las identidades colectivas para las sociedades políticas es tan peligroso como lo es para las ranas el transporte de escorpiones en la espalda,… tarde o temprano nos picará aunque ello signifique su propio desastre… ¡está en su naturaleza!.

La identidad colectiva, como sustrato principal del hecho político, supone un estadio primitivo, tribal, de civilización. Tal vez para la horda neardental, hambrienta y aterrorizada, ligada por lazos elementales y consanguíneos, la distinción entre el otro y el nosotros, entre el amigo y el enemigo, resultaba útil para garantizar su supervivencia, una supervivencia que no podía distinguir entre la del pueblo y la del individuo pues la de éste sin aquél era, sencillamente, impensable.

En nuestra civilización, en un estado de derecho, jugar con la legitimación tribal de la política supone un esfuerzo deshumanizador y una peligrosísima apelación a lo totalitario.

No cabe ninguna duda de que las observaciones de Schimitt no eran desatinadas. Que durante los siglos pasados, significativamente en los XIX y XX, la politización de las masas ha tenido mucho que ver con una toma de conciencia “nacional” que se constituía de un modo identitario y al mismo tiempo conflictivo es algo evidente, tan evidente como que la apoteosis final de tales procesos han sido las dos guerras mundiales.

Tampoco debe resultarnos extraño que en el nuevo orden mundial de “globalización” que poco a poco se configura y en el estado actual de las tecnologías armamentísticas, de telecomunicaciones, etc., la búsqueda de una definición clara y simple de lo que hayan de ser amigos y enemigos solo puede llevarse a cabo desde la paranoia. Cada vez mas los intereses de las personas dejan de necesitar el artefacto nacional o identitario para ser defendidos. No hay lugares, culturas ni barreras identitarias válidas para frenar la imparable cosmopolitización de la sociedad. Nuestra generación vive los discursos identitarios con la conciencia de saber que no son otra cosa que un ritual romántico llamado a desaparecer por falta de base real como los bailes regionales o el pollo de caserío, o, lo que es harto peor, siendo conscientes de que solo podrán mantenerse al precio de una pérdida de libertades efectivas. Si entendemos que las cosas “son” de una determinada manera y lo creemos con sinceridad, bastaría con sentarnos a observar el libre desenvolvimiento de la sociedad para que el tiempo nos diera la razón. Si, por el contrario, entendemos que es de algún modo necesario o conveniente utilizar los resortes del poder político para imponer una conducta que se supone que debería brotar espontáneamente por su propia fuerza identitaria, es decir, que merece la pena utilizar el poder para forzar que “el otro” actúe como “nosotros”… o desaparezca de la escena política, terminaremos deslizándonos por el torrente de un totalitarismo mas o menos agresivo, pero inaceptable. Para conseguir la exclusión política del declarado “enemigo” suele utilizarse el brutal remedio de su exclusión física. Debe ser lo que un político nacionalista ha denominado recientemente “técnicas modernas de la lucha de minorías”… Tal vez sea que está en su naturaleza.

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